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Foto por Mike, the G-Forcers, Creative Commons

Foto por Mike, the G-Forcers, Creative Commons

Por Tobias Roberts, CCM Guatemala. Publicado por América Latina en Movimiento en el 19 de diciembre 2012.

Desde los opulentos centros comerciales de los Estados Unidos hasta los rincones de las sencillas casas de barro de los campesinos centroamericanos, la imagen de la natividad nos rodea en esta época del año. El pesebre, con su cama de paja, las mulas y los pastores, la fría noche de Belén con una estrella desconocida que brilla más que los demás: hay un encanto ineludible de esta imagen tierna que hemos estado celebrando por lo menos desde la primera escena de la natividad llevado a cabo por San Francisco de Asís hace más de 700 años. Es la imagen más apropiada para conmemorar lo que celebramos: la encarnación de Emmanuel, el Dios-entre-nosotros.

Pero, ¿qué es el evento que marca el inicio de esta época tan especial del año? ¿Es el primer domingo de Adviento en la que encendemos la vela de la esperanza sobre la corona de Adviento, o se trata de las ventas irresistibles del Viernes Negro?

Sin lugar a dudas, hay dos caras de la temporada de Navidad; dos caras que están tan radicalmente divorciados entre sí que parecería ser más bien esquizofrénica combinar los dos.

Por un lado, la Navidad es un tiempo de comunidad, de compartir, de reflexión sobre la ternura de la encarnación de Cristo en nuestro mundo quebrantado. Celebramos y nos alegramos en la convicción de que Dios se encarnó en una realidad concreta e histórica: la de una familia pobre en un país palestino ocupado que se ve obligado a viajar a su ciudad natal por un decreto imperial. Monseñor Ricardo Urioste de El Salvador considera que la historia de Navidad es “un fe en un Dios que decide pasar por todas las calamidades que pasa la gente común y ordinario… para asumir la carne y las angustias de la gente.”

La otra cara de la Navidad, sin embargo, también nos rodea tanto como la imagen del pesebre.  La Navidad también es una época agitada de consumismo desenfrenado impulsado por un bombardeo de publicidad comercial que nos incita a comprar, comprar, comprar. Es la temporada cuando ir de  compras se convierte en una destreza codiciada y cuando  los grandes almacenes y centros comerciales se convierten en verdaderos sitios de peregrinación.  En 2011, la gente en los Estados Unidos demostraba su lealtad a esta cara de la Navidad al ritmo de 469 mil millones de dólares en compras de regalos navideñas.

Esta  incoherencia entre las dos caras de la temporada de Navidad es cada vez percibido por más y más personas. Pero ¿por qué estas dos caras de la Navidad no se encajan?

El recuerdo de la encarnación de Cristo en nuestro mundo es una celebración de intimidad y pertenencia, de comunidad y de compartir. La encarnación significa sin duda que Cristo se hizo humano, pero también que compartía en las circunstancias específicas y particulares del lugar en el que nació. Él compartió en la injusticia que su pueblo vivía bajo un poder imperial, y en la pobreza de haber nacido en un pesebre. La encarnación es la más alta identificación y empatía con un cierto lugar y un cierto pueblo.

La otra cara de la Navidad, el de viernes negro y de las interminables filas de compradores, es la antítesis de la encarnación. Este versión “comercializado” de la Navidad que es la fantasía de cada especialista en publicidad, nace de una economía totalmente divorciada de cualquier lugar o comunidad. El 24 de diciembre, un niño de Nueva York abrirá su regalo de un nuevo videojuego hecho por otro niño en una fábrica en Nueva Delhi. Un adolescente de Manhattan se encontrará  bajo el árbol un par de zapatos hechos por otro adolescente mal pagado en Managua.

A pesar de que la encarnación se caracteriza por la conexión más íntima a un determinado lugar y un determinado pueblo, la economía de hoy se caracteriza por una disociación completa con la singularidad y las particularidades de un cierto lugar. Nuestra sociedad en general comparte esta característica desafortunada. Curiosamente, cuando muchos regresan a sus hogares s en los próximos días para pasar la Navidad en la intimidad de la familia, van a encontrarse con los anuncios de los aeropuertos que proclaman: “Nómadas regocijo, ¡ahora podemos llevarte a cualquier lugar del mundo!” En el mundo globalizado de consumo en el que vivimos, estamos continuamente alentados a ser móviles, a no pertenecer a ninguna parte, y a no compartir en comunidad con nadie.

Pero si no pertenecemos a ninguna parte, ni estamos conectados a ninguna persona o lugar, entonces ¿cómo podemos vivir la encarnación? Las natividades que podemos encontrar en cada esquina durante estos días deben servirnos como una invitación a reflexionar sobre la manera de honrar la encarnación en el mundo desarraigado de hoy.

En las montañas ocultas del norte de El Salvador, podemos encontrar la respuesta a como sería la verdadera encarnación hoy en día. Padre Rogelio Ponseele es un sacerdote belga que vino a El Salvador durante la década violenta de las 1970´s  y ha estado allí desde entonces viviendo juntos a los campesinos de las aldeas más pobres del país. Un grupo de estudiantes universitarios estadounidenses que realizaban su semestre de inmersión en la realidad de América Central una vez le preguntó al Padre Rogelio: “La primera vez que vino a El Salvador, ¿cuánto tiempo iba a quedar?”

Esa pregunta, cargada con el bagaje cultural de vivir en una sociedad sin ataduras y de arraigado, trajo una respuesta sorprendente para el grupo de estudiantes. Padre Rogelio explicó que “no he venido de visita. He venido para quedarme, para ser parte de la comunidad y la difícil realidad de los pobres de El Salvador.” Él vino a El Salvador para encarnar su vida entre los que había de servir.

La filósofa colombiano y experto en ética Adela Cortina, contribuyendo a las implicaciones de la encarnación de hoy dice que: “Los que no quieren someterse a las normas de la sociedad actual, tiene que encontrar su sustento en el arraigo y la calidez de las comunidades concretas”. Richard Klinedinst añade que, “En una época de tanta indiferencia y desarraigo… comprometerse con un barrio en particular…es un acto auténticamente radical”.

El Adviento debe ser la temporada para que reflexionemos, no sólo en la ternura de la escena del pesebre, sino de lo que representa la escena bajo la superficie. Se nos debe empujar a entender que Dios se encarnó en el mundo de los pobres y oprimidos para compartir íntimamente en esa realidad. Debería animarnos a hacer realidad la encarnación, de pertenecer a una comunidad y compartir la realidad que inevitablemente incluirán risas y lágrimas, alegrías y sufrimientos,  infinitas posibilidades y límites reales y necesarios. Siguiendo el ejemplo de la encarnación de Jesús, debemos también entregarnos a la encarnación entre los pobres a fin de comprender mejor su realidad, la injusticia que da lugar a su pobreza, y nuestra propia participación en esa injusticia.

Oscar Romero, el arzobispo mártir de El Salvador, durante su última Navidad nos recuerda que “es hora de mirar hoy al Niño Jesús no en las imágenes bonitas de nuestros pesebres. Hay que buscarlo entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer, entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales. Entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo necesario para llevar un regalito a su mamá o, quién sabe, el vendedor de periódicos que no logró venderlos y recibirá una tremenda reprimenda de su padrastro o madrastra. ¡Qué triste es la historia de nuestros niños! Todo eso lo asume Jesús esta noche.” Romero, hablando desde una profunda conexión con un una realidad concreta e histórica, una vez más nos muestra como se celebraría la Navidad si tomáramos en serio la Encarnación.

Es evidente que la encarnación es el principio de la fe cristiana. El nacimiento de Dios-entre-nosotros es el comienzo del Reino de Dios. Si no hay encarnación, no habría nada más al mensaje cristiano. Pero debido a que Dios se convirtió en una parte de nuestro mundo quebrantado, Jesús fue llevado finalmente hasta las últimas consecuencias de esa encarnación fiel. Su dedicación a vivir plenamente y apasionadamente la encarnación entre la dureza de la realidad en que él nació, lo puso cara a cara con la injusticia y la violencia y el mal tan común en nuestro mundo. La encarnación de Cristo al final nos llevó a la otra gran celebración cristiana: la muerte y la resurrección de Semana Santa.

El agricultor y escritor estadounidense Wendell Berry nos insta a “practicar la resurrección” en nuestra vida diaria. Practicar la resurrección es vivir como si el Reino de Dios fuera presente y real e imprescindible para nuestras vidas. Pero para practicar la resurrección, es necesario primeramente haber encarnado nuestras vidas en las particularidades de un lugar específico, en la singularidad de una comunidad concreta, y también en la realidad a veces cruda que pone en peligro el bienestar de esa comunidad. Sin encarnación en un lugar, no puede haber una comunidad para practicar la resurrección.

Que este tiempo de Adviento, entonces, sea la motivación que nos impulsa a vivir en comunidad encarnada.

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